La
ventana no es la salida habitual, pero tampoco es tan infrecuente
como tendemos a pensar cuando el mundo está tranquilo, bastante tranquilo, casi tranquilo (más o menos tranquilo) a
nuestro alrededor. Ahora recordamos mucho las ventanas de Wall Street
durante la crisis del 29. Las recordamos como si las hubiéramos visto, como si hubierámos estado allí, y nos damos
cuenta de que todas las ventanas que dan al aire (las que no
pertenecen a un primer piso, ni a un segundo siquiera) son puertas
por las que marcharse sin decir adiós. Es una forma de irse que la
gente elige por diversas razones. A veces dejan sus zapatillas en el
alfeizar, cuidadosamente colocadas como si indicaran algo, y a veces
dejan una silla que sirvió como escalón. El caso es no estar allí
cuando llega la cuidadora de la residencia, el familiar que abre la
puerta para que pase el nuevo día o la “comitiva judicial”, que
es según parece el nombre de ese grupo de personas que entra en tu
casa para echarte a la puta calle. El caso es no estar nunca más.
Hubo
un tiempo, o diversos tiempos, en diferentes países europeos y
americanos, en que se pagaba un impuesto por las ventanas. Así que
las casas de los pobres no las tenían. Las de los campesinos, por
ejemplo. El proletariado urbano, en los peores años del capitalismo
incipiente (que quién sabe si habrán sido los peores tiempos del
capitalismo) se hacinaba en habitaciones sin ventanas, pues no las
había para todos después de repartir el exiguo espacio interior.
Era imposible escapar por la ventana, y por eso la gente solía darse
una vuelta hasta el río más cercano, ya fuera el Támesis, el Sena
o el Nervión-Ibaizabal. El siglo XX, con el desarrollo de las
edificaciones en altura y la multiplicación de las ventanas, ha
supuesto un nuevo capítulo en la historia del suicidio.
La
ventana de Amaia Egaña daba a un paisaje, interior y exterior, de
clase media, y en la urbanización de clase media en la que vivía su muerte cayó como una bomba dispersando la indignación y el miedo y el sobresalto hacia otros barrios donde
la gente es aún más vulnerable, y siguió extendiéndose como un
sonido que avisa de que nadie está a salvo, salvo ese 2% de la
población que posee la mitad de la riqueza del mundo y algunos otros
que también están demasiado arriba para caer (sus ventanas son grandes y herméticas y dan a un gran paisaje, a un plano general).
Ante la sirena que se
propaga en círculos concéntricos, quienes crearon el problema son los mismo que ahora retroceden, con prudencia o susto, y tratan de buscar soluciones. Los bancos, por ejemplo,
que daban créditos a las constructoras para que hicieran pisos y a
los trabajadores de la construcción para que los compraran. Los
partidos políticos mayoritarios, que durante todos sus años de
gobierno y desgobierno han fomentado la vivienda como elemento
económico y especulativo, como señuelo y cebo, como inversión y
deuda y trampa. ¡Todas las ventanas que han contribuido a crear, y
que ahora pueden servir para que la gente se tire por ellas!
(Publicado en el Diario El Correo el martes 13 de noviembre de 2012)
(Publicado en el Diario El Correo el martes 13 de noviembre de 2012)