Algunos días el tiempo se vuelve extraterrestre. Es por los cirroestratos. Extienden su capa gris perla y la luz se extraña de sí misma. Entonces lo más perfectamente vulgar se vuelve raro. El sol es un halo fantasma que se funde. Las sombras se diluyen hasta el punto de que todos los transeúntes son Juan sin sombra. Esos días tengo la sensación de estar en otro planeta, un planeta donde el clima es así habitualmente, obligando a la población de colonos terrícolas a tomar antidepresivos para contrarrestar el efecto de la luz pálida y opresora. Esos días me pregunto si nacerán sobre la tierra (sobre la Tierra) cielos nuevos e inhóspitos a causa de los cambios que vamos imprimiendo en los equilibrios que forman la vida y la protegen. Nos fascinan los planetas que podrían albergar vida, que pudieron albergar vida, pero se diría que estamos ciegos al complejo y magnífico orbe de vida del que somos parte. Se busca vida en Marte. Venus ha recuperado algo de su antiguo interés desde que sabemos hay alguna posibilidad de que floten en su atmósfera organismos microscópicos. Son mundos que acaso un día perdieron las condiciones para la vida, las condiciones que pudieron permitirles llegar a ser como es hoy la Tierra. Pero la Tierra está perdiendo las características propias de un planeta exuberante de vida a través de una paradoja que parece el argumento de una novela de ciencia ficción. Y es que una forma de vida propia de la biosfera terrestre está alterando las condiciones de la biosfera terrestre. Es un suicidio colectivo, y una especie más inteligente que la nuestra podría estudiarnos con horror y asombro desde las estrellas, o tal vez con honda curiosidad intelectual pero también con desprecio, pero también con una lejana, infinita indiferencia.