Todos
los recortes del Gobierno han acabado en un aumento de la deuda
pública como para reírse del año 2009, aquel annus horribilis de
Rodríguez Zapatero, y todos los sacrificios cargados sobre las
espaldas de la gente común se cotejan a diario (en las mentes de esa
misma gente común) con los millones de la corrupción, que incluye
las corruptelas, las corrupcioncitas y las tramas fabulosas. Los
políticos sacan a pasear las cifras de sus sueldos, pero incluso
contando con que detrás de tanta exhibición de transparencia no
haya ni gatos encerrados ni cajones escondidos, al jubilado que
trabajó desde los 14 años y cobra una pensión de 720 euros
mensuales los sueldos de los políticos aún le parecen indecentes
(por no hablar de sus jubilaciones). No es que todos los políticos
sean corruptos, aunque el sistema tal y como está montado favorece
mucho la cosa, y no es que todos tengan quince pisos y cuentas en
Suiza (eso espero). Lo que pasa es que prácticamente todos los
cargos electos y muchos no electos tienen demasiada guita como para
caer bien a la gente en esta hora de empobrecimiento en la que pierde
el que menos tiene porque pierde poder aquisitivo y además servicios
sociales y centros médicos de urgencias. En mitad de la fiesta, Yola
Berrocal ha dicho que ella es “un ejemplo de la fuga de cerebros”,
y la carcajada general resuena en las redes de la Red y en los
teléfonos, en las salas de espera, en las paradas de autobús, en
los bares y en las fábricas que aún funcionan. Es una carcajada
furiosa, amarga, vírica, terrible. Es una carcajada hecha de
espasmos, que echa demonios a volar como si fueran palomas de ceniza.
No quedan palomas blancas, y mientras las batas blancas se van al
Instituto Tecnológico de donde sea con sus proyectos, Luis Bárcenas
nos hace una peineta a todos en el aeropuerto de Madrid-Barajas a
través de la cámara. La carcajada vuelve a sonar, y también las
imprecaciones, pero este barullo dantesco no se parece a la comedia
clásica, ni siquiera a la comedia del cine clásico. La realidad se
reinventa y se repite, el arte también, y en los premios Goya no
todo lo más interesante está en primer plano, pero muchas veces no
sabemos si son obras de género o de nuevo género las que vemos. En
el mundo clásico la comedia y la tragedia no se podían mezclar. La
realidad ya las mezclaba entonces. La realidad humana ha sido siempre
una opereta entre lo ridículo y lo sublime, un reality show abyecto
que comparte pantalla con alguna cosa bella y tal vez noble.
Llamémosle tragicomedia a esto que nos envuelve, más barroca aún
que la tragicomedia barroca. Necesitamos las clasificaciones para
tener un momento de seguridad entre el vértigo antes de que venga la
realidad y las vuele por los aires. Después del bombazo, todo queda
pegado, fundido, confundido y hay que empezar de nuevo.
[Publicado en el diario El Correo el martes día 19]