miércoles, 17 de julio de 2013

El día en que llegó el verano

La playa no está debajo de los adoquines sino al final de una flecha que indica el camino. Al final de la flecha, al final de la tierra (al otro extremo de la fila). Una fila de coches (una flecha de coches) señala el camino de la playa el viernes por la tarde, el sábado temprano. El mundo es una carretera que se despliega, se gasta y se recompone; una carretera que va, por ejemplo, de Madrid al Mediterráneo, de Bilbao a Laredo, del viernes al lunes. La playa está también en el mapa del verano, pero el verano se ha vuelto caprichoso y fastidioso y ha llegado tarde al norte de la península, ha llegado tarde y excesivo, desnortado y desmemoriado, como un viajero que trae las maletas medio deshechas en vez de venir con las maletas debidamente ordenadas y el calendario a punto. Entonces, un día viernes, muchas, muchísimas personas descubren que por fin ha llegado el verano y a todas se les ocurre la misma idea: ¡a la playa! Una orden en forma de señal luminosa se enciende en millones de cerebros misteriosamente coordinados. ¡Todos a las gasolineras!
Ya se han puesto en marcha. Lo que les espera tiene poco que ver con un paisaje natural: es más bien uno de esos espacios intercambiables, como los supermercados o los aeropuertos. Lo que dejan atrás es bien real, aunque tiene el aura irreal de los lugares que parecen haber sufrido el efecto de la bomba de neutrones o, al menos, de una epidemia. ¿Qué dejan atrás? Los desiertos interiores, los remolinos de la reforma laboral, la marea del paro, la resaca de la ley de dependencia, el arrecife de la financiación de los partidos, las trampas mortales de un paisaje social en el que los recursos se redistribuyen de modo que la riqueza fluya siempre (siempre más) desde la base a la cúspide. Atrás queda, por un rato, el culebrón podrido que ha acabado con todas las serpientes de verano (no ha dejado ni una).
Las caravanas cruzan un mundo vacío, un intermedio compuesto por dos polos: la ciudad que se deja atrás y la playa que espera al final del viaje. Pero hay que volver, es necesario volver puntualmente el domingo por la tarde, y entonces el mundo se da la vuelta y se atasca durante unas horas. Quizás en este escenario mecánico lo importante también es el viaje, como suele decirse a propósito de todo viaje. Quizás lo importante es la carretera, el combustible, la ida y la vuelta, la caravana.
Todavía hay gente que se siente feliz en el atasco. Mientras puedan pagar la gasolina, se alegrarán de estar en la carretera, o sea, en el anuncio, en el video, en la cosa esa que se mueve y se obstruye y se mueve de nuevo, demorando el regreso, regresando dentro de una gran corriente al panorama del salario mínimo de 600 euros, donde nadie recuerda que los beneficios del capital también encarecen la producción. Con la contracción de los salarios se ha contraido el consumo. No importa. Todavía hay un ejército de asalariados que acuden animosos a la playa. La playa no es una tierra libre oculta bajo los adoquines de París: es la flecha del destino en mitad del verano, construida mediante una ingeniosa hilera de subcontratas, de concesiones, de tramas y entramados. Y de damnificados, claro, siempre hay damnificados. Daños colaterales.

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