La
playa no está debajo de los adoquines sino al final de una flecha
que indica el camino. Al final de la flecha, al final de la tierra
(al otro extremo de la fila). Una fila de coches (una flecha de
coches) señala el camino de la playa el viernes por la tarde, el
sábado temprano. El mundo es una carretera que se despliega, se
gasta y se recompone; una carretera que va, por ejemplo, de Madrid al
Mediterráneo, de Bilbao a Laredo, del viernes al lunes. La playa
está también en el mapa del verano, pero el verano se ha vuelto
caprichoso y fastidioso y ha llegado tarde al norte de la península,
ha llegado tarde y excesivo, desnortado y desmemoriado, como un
viajero que trae las maletas medio deshechas en vez de venir con las
maletas debidamente ordenadas y el calendario a punto. Entonces, un
día viernes, muchas, muchísimas personas descubren que por fin ha
llegado el verano y a todas se les ocurre la misma idea: ¡a la
playa! Una orden en forma de señal luminosa se enciende en millones
de cerebros misteriosamente coordinados. ¡Todos a las gasolineras!
Ya
se han puesto en marcha. Lo que les espera tiene poco que ver con un
paisaje natural: es más bien uno de esos espacios intercambiables,
como los supermercados o los aeropuertos. Lo que dejan atrás es bien
real, aunque tiene el aura irreal de los lugares que parecen haber
sufrido el efecto de la bomba de neutrones o, al menos, de una
epidemia. ¿Qué dejan atrás? Los desiertos interiores, los
remolinos de la reforma laboral, la marea del paro, la resaca de la
ley de dependencia, el arrecife de la financiación de los partidos,
las trampas mortales de un paisaje social en el que los recursos se
redistribuyen de modo que la riqueza fluya siempre (siempre más)
desde la base a la cúspide.
Atrás
queda, por un rato, el culebrón podrido que ha acabado
con todas las serpientes de verano (no ha dejado ni una).
Las
caravanas cruzan un mundo vacío, un intermedio compuesto por dos
polos: la ciudad que se deja atrás y la playa que espera al final
del viaje. Pero hay que volver, es necesario volver puntualmente el
domingo por la tarde, y entonces el mundo se da la vuelta y se atasca
durante unas horas. Quizás en este escenario mecánico lo importante
también es el viaje, como suele decirse a propósito de todo viaje.
Quizás lo importante es la carretera, el combustible, la ida y la
vuelta, la caravana.
Todavía
hay gente que se siente feliz en el atasco. Mientras puedan pagar la
gasolina, se alegrarán de estar en
la carretera, o sea, en el anuncio, en el video, en la cosa esa que
se mueve y se obstruye y se mueve de nuevo, demorando el regreso,
regresando dentro de una gran corriente al panorama del salario mínimo de 600 euros, donde nadie recuerda
que los beneficios del capital también encarecen la producción. Con
la contracción de los salarios se ha contraido el consumo. No
importa. Todavía hay un ejército de asalariados que acuden animosos
a la playa. La playa no es una tierra libre oculta bajo los adoquines
de París: es la flecha del destino en mitad del verano, construida
mediante una ingeniosa hilera de subcontratas, de concesiones, de
tramas y entramados. Y de damnificados, claro, siempre hay
damnificados. Daños colaterales.