Londres, invierno de 1963.
La gran nevada.
El viento polar es gris y blanco y azul.
El río Támesis se ha congelado.
Es imposible que estos recuerdos sean míos.
Las fachadas de ladrillo rojo con carpintería blanca, los parques
grises y blancos y azules, la nieve en las aceras.
No es posible que estos recuerdos pertenezcan al año de 1963 o que sean míos.
Pude ver la nieve en Charing Cross
donde Eduardo I hizo erigir una cruz en recuerdo de Leonor de Castilla.
Pude ver la hojarasca bajo los árboles de Holland Park
cuando caían los primeros copos
de algún año perdido.
Es imposible, sin embargo, que recuerde la nieve del 63.
Ni a Sylvia Plath que vivía en el número 23 de Fitzroy Road
ni el terrible frío de aquel invierno
ni la luz en la nieve, el resplandor
que no ahuyentaba el frío,
ni a Brenda Lee cantando una estúpida canción navideña.
Si vi la nieve no sabía que era la nieve aquella blancura.
Y a Sylvia Plath no le sirvió de mucho
la nieve en Primrose Hill donde vivía
tan sola.
Sola con sus hijos, sola con sus poemas
que los editores no querían.
En diciembre, después de Navidad, llegó el viento siberiano.
Las cañerías se helaban. El frío no se iba.
Vete, decían los niños de Londres.
Pero el frío gemía y lloraba y rascaba la puerta
y entraba por todas las rendijas del mundo.
Si no hubiera hecho tanto frío aquel invierno...
A veces no se podía encontrar leche en las tiendas.
A veces no había luz y la calefacción se iba enfriando.
El 14 de enero se publicó La campana de cristal.
En Chelsea la nieve alcanzó dos pies de altura.
La gente sobrevivía en la noche interminable, en el corazón de la sombra,
bebiendo whisky y jugando a las cartas.
O dentro de la luz:
estudiantes de taquigrafía en aulas heladas, quitándose y poniéndose los guantes;
vecinos que traían la compra a los vecinos que no podían salir,
niños que construían iglús en el jardín de casa .
Pero el viento con su voz azul llamaba a los rezagados y a los tristes.
Y a pesar de algunos amigos, y acaso por vivir en la casa donde había vivido Yeats un breve tiempo,
Sylvia Plath descubrió que los fantasmas y los niños
no ayudan en la estación de la quietud,
cuando el mundo se despeña y la oscuridad palpita como un frío corazón en el centro de la noche
o en el centro de la nieve, que es ceguera.
El otoño había sido un furor de palabras.
Era, por tanto, el turno de la hondura.
Entonces, un 11 de febrero, el mundo se detuvo, se detuvo el aire gris y blanco
que había amanecido.
En la bandeja del desayuno los niños encontraron pan y leche.
Y aquí están todos estos recuerdos que no pueden ser míos,
exactos, claros, puros en el viento invernal.
(Del Libro Tierra Sumergida)
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