I.
Quiero
imaginar que la raza humana está a punto de dar un salto evolutivo,
a punto de comenzar a ser una especie inteligente, ya que aún no lo somos, con la
inteligencia emocional jugando en primera linea la gran partida que
se despliega en el tablero. No hay muchos signos de que vaya a ser
así, pero tal vez si escribimos y reescribimos ese guión, el de la
inteligencia, o sea, el de la comprensión, estemos dando a nuestra
especie la posibilidad de adoptar pautas de conducta que nos alejen
de la catástrofe. Por lo pronto nuestras pautas de conducta se
parecen a las de los lemmings, especialmente los del mito del
suicidio colectivo y los juegos de ordenador. Más conocidos por los
juegos de ordenador que por los documentales sobre la Antártida, los
leminos han pasado a llamarse lemmings, ya que su presencia en la
cultura popular ha irrumpido desde el mundo anglosajón. Da igual que
ahora sepamos que no se suicidan en masa. Lo hacen en los famosos
juegos una y otra vez. Nosotros somos los leminos y somos el jugador
que aprieta el botón, es decir, el gatillo. Este “nosotros” es
el enigma de una especie en guerra consigo misma.
Cuando
leo la carta de despedida de Oliver Sachs, que ha muerto de
cáncer a los 82 años, esa carta impresionante que se publicó en
febrero pasado, estoy escuchando la voz de una especie inteligente.
También cuando leo la carta abierta que han firmado 20.000 personas,
entre ellas Stephen
Hawking,
Elon Musk y Steve Wozniak, para que no se desarrollen las “armas
autónomas”, llamadas de forma más descriptiva “robots
asesinos”. En cambio, si me asomo a la web “Guerra fría en
Porton Down”, de la universidad inglesa de Kent, o al libro del
profesor Ulf Schimdt sobre los espeluznantes experimentos de décadas
que hacían el mal en busca de formas químicas y bacteriológicas de
hacer el mal a gran escala, si bien la existencia del proyecto de
investigación de la Universidad de Kent, su esfuerzo por aclarar y
aprender de la oscuridad, es un motivo de esperanza, los datos
recopilados y la historia que desprenden no dejan mucho sitio para
confiar en el ser humano.
La
verdad es que el turismo en Magaluf, la televisión en verano, el
resplandor de los incendios forestales, los jóvenes que se tiran de
los balcones como lemmings con el cerebro lleno de alcohol y drogas
sintéticas, junto a la cortedad de miras de tantas respuestas ante
los desafíos de este mundo cada vez más entrelazado en una gran
trama común, nos hacen pensar que no, que no somos una especie
inteligente. Que los mejores de entre nosotros son pocos y su voz se
oye poquísimo. Somos los lemmings reflejados en nuestras pantallas
mientras destruimos la Tierra que nos alimenta y nos asomamos a un
gran precipicio. Podemos imaginar que pasaremos volando al otro lado.
Al fin y al cabo se han inventado las máquinas voladoras. Pero ahora
estamos en el capítulo de inventar las máquinas que matan solas.
II.
Permítanme
que insista. Somos los leminos, los lemmings de los juegos de
ordenador y los de la tundra. También somos las grandes manadas, el
recuerdo de las migraciones humanas escritas en el exoesqueleto del
planeta, los ídolos quemados en las piras del monoteismo, olas de
hordas y de ángeles, los dioses y los monstruos, los vampiros y los
santos y, por supuesto, los héroes de Marvel Comics en sus
diferentes encarcaciones. La población siria que huye de la masacre,
empujada por el Ejército Islámico y por el gobierno de Bashar Al
Assad, repite la pauta de los grandes éxodos en busca de la tierra
prometida, prometida por el puro instinto de vivir. Si caen al mar es
porque el mar está en el camino de la migración. Somos nosotros,
los europeos y, en general, los occidentales, los que nos parecemos
más a los lemmings del juego. Somos nosotros los que nos tiramos
desde los puentes (les aseguro que yo no, pues el miedo guarda la
viña y la acrofobia nos mantiene a cierta distancia de los abismos).
Permítanme que insista en esta identidad nuestra con los seres que
inventamos para poblar el cielo de las mitologías y el universo,
siniestro o radiante, de lo fantástico. Esas criaturas que creamos
salen de nuestro profundo interior para vivir en el espejo donde nos
miramos cuando queremos saber qué somos y qué debemos hacer.
Animales, dioses, héroes, celebrities o mamarrachos. Todo vale y
todo cuenta. Nuestro espejo, nuestros modelos y nuestros mitos se
fabrican y se repiten en los medios de comunicación, en el arte de
masas y en la realidad virtual donde se replica y se extiende el
mundo. No es indiferente lo que se difunde y lo que se repite, las
efigies y los diálogos, la etiqueta de los deseos, la promesa de los
premios que moldea las aspiraciones, los fracasos y las exclusiones
junto con los triunfos. El espejo tiene vida, aunque no sea vida
propia. El espejo nos incita y nos muestra el camino. ¿Qué buscamos
en los deportes de riesgo, en las alturas, en la velocidad y la
excitación, en los rallies de coches y en las curvas más peligrosas
de las carreteras por las que pasan los rallies de coches? Acaso la
intensidad que confundimos con la vida, tal vez los tópicos y
enormidades de la pantalla, un fragmento del espectáculo continuo,
del envoltorio de estímulos, de sugestiones, de sensaciones que es
el producto más sofisticado de todos cuantos se nos vende. Que la
gente muera tratando de ganarse la vida, de buscarse la vida, de
salvar su vida parece natural y ciertamente aspiramos a que no
suceda. Y entonces resulta que la gente muere en los parques de
atracciones, haciendo “puenting”, viendo un rally de coches en
primera fila, como si estuviera obligada a divertirse hasta la
muerte.
(Se publicó como dos columnas separadas en el diario El Correo en la última semana de agosto y la primera de septiembre)
(Se publicó como dos columnas separadas en el diario El Correo en la última semana de agosto y la primera de septiembre)