Hace poco (segunda semana de noviembre de 2021) Felipe Benítez Reyes nos hacía contemplar mediante el poder virtual del lenguaje los restos arqueológicos de nuestros armarios: esos artilugios de tecnología desfasada que fueron lo más, esas fotos, testigos de una moda que ahora da risa. Entonces, como ahora, creíamos estar en el futuro, pero aparte de que el futuro (como decía Benítez Reyes) “es por definición lo que no llega nunca”, siempre estamos en el pasado de un futuro que, en cuanto llega, ya es otra cosa. Todo lo que el pasado dejó en nuestros cajones despierta una respuesta emocional porque llama a la puerta de la memoria. Su llamada resuena por la casa de la vida. Es más difícil tocar emocionalmente los objetos que los arqueólogos profesionales sacan de los armarios de la Tierra, de los arcones de la tierra. No podemos ver el futuro, pero en su nombre la imaginación ha perpetrado toda clase de simulacros y viajes psicodélicos. El pasado es aún más difícil de imaginar, porque hay que imaginar que estuvo vivo y no hay nave mental que se salte fácilmente los obstáculos del tiempo. Sin un entrenamiento adecuado es imposible. Los restos cuidadosamente colocados en los museos arqueológicos parecen una forma de arte donde la destrucción se ha incorporado al proceso de creación. La respuesta estética surge más fácilmente que el reconocimiento de una realidad sumergida en ese misterio hecho de años, de siglos, de galaxias de instantes. Sin un elemento emocional las cosas no se entienden, solo se aprenden o se archivan en un almacén personal de datos, y la emoción estética por sí sola no nos ayudará a comprender un mundo ido, aunque nos ayude a acercarnos. Pero la ciudad de Pompeya, donde el Vesubio creó una instantánea de la vida al destruirla de repente, es uno de esos lugares donde el pasado se acerca a nosotros. Se siguen haciendo descubrimientos en esa ciudad que aún es una ciudad aunque sea un yacimiento del que se van retirando capas de ceniza para destapar toda clase de objetos magníficos y de intimidades muertas. El último hallazgo tiene una fuerza que no tienen los fragmentos de lujo, los residuos de pompa, los trozos de obras de arte. Es la habitación de los esclavos de la villa Civita Giuliana, el lugar donde vivía una familia compuesta por el padre, la madre y un hijo. Podemos visitar las imágenes en Youtube y en otros lugares de Internet. Como si visitáramos una gran tristeza. En un cuarto de apenas 16 metros cuadrados con una sola ventana se guardaban los aperos y las personas. Ya dice el profesor Jerry Toner que “la vida de un esclavo no era muy diferente de la de un animal doméstico”. Toda la grandeza de Roma descansaba sobre sobre la miseria de la explotación, la crueldad y el miedo. Lo sabíamos, lo vemos.